miércoles, 21 de agosto de 2013

El Santo del Siglo de las Luces: San Alfonso María de Liguori. (II)

En el artículo anterior vimos la infancia, juventud y conversión de San Alfonso. Ahora nos adentramos en su madurez y plenitud sacerdotal:

Apóstol Sacerdote.
En la aurora del Siglo XVIII refinado que subyuga, en esta Europa en donde poco a poco se extinguen los fuegos de las fiestas galantes y se hereda un mundo nuevo señalado por el triunfo de la razón, el progreso de la ciencia y el culto al hombre. Alfonso de Liguori, tras su proceso perdido, acaba de hacer su elección. Da la espalda al poder y a la gloria y ha escogido una prioridad: el mundo de los pobres.

Evangelizar a los pobres y los lanza al apostolado: en 1723 toma la sotana y sigue en calidad de externo, como se acostumbra en esta época, los cursos del Seminario Mayor de Nápoles: formación intelectual, espiritual y también pastoral. Prosigue con sus compromisos con los enfermos con los que sigue visitando y cuidando regularmente. Entre los grupos de trabajo practico de pastoral, propuesto por el Seminario, escoge el de las “Misiones Apostólicas” organizadas por los sacerdotes de la diócesis. Así, en noviembre de 1724, toma parte en su primera misión, la de San Eligio, en los barrios bajos de Nápoles. “Esta fue una fecha para él, para los Redentoristas, para la Iglesia, -como señala Rey Mermet-, y ya un signo de Dios: había sido enviado ante todo a los mas pobres, a los abandonados, a la hez social y moral de su pueblo”. (Un homme pour les sans espoir, Paris 1987.)

El año siguiente entra en la asociación de “Santa María Sucurre Miseres” cuya sede se encontraba en la capilla del Hospital de los incurables. Su finalidad era asistir espiritualmente, a los condenados a muerte, y materialmente, a las familias que dejaban. El sábado 6 de abril de 1726, es diácono; y el 21 de diciembre del mismo año, sacerdote.

Una vez sacerdote, -escribe Tannoia, su amigo y biógrafo-, Alfonso ocupaba la mayor parte de su tiempo al barrio donde vive la hez del pueblo napolitano. Su alegría consistía en encontrarse así en medio de la chusma, (los llamados “lazzaroni”) y de otros pobres cuya única profesión era la de su miseria. A ellos, más que otros, les había entregado su corazón. Inútil decir que los instruía con su predicación y los reconciliaba con Dios por la confesión. De boca en boca, corre la noticia en ese “medio” y pronto llega al fin de la ciudad. Venían de todas partes; cada vez en mayor número llegaban los criminales… y luego volvían. No solo dejaban sus vicios, si no que se comprometían en la oración, en la contemplación, y en su mente no tenían otra cosa que amar a Jesucristo”.

Alfonso acoge a todo el mundo, pero él va al pueblo; y el pueblo va a él quien pronto se ve desbordado por el número. De las reuniones al aire libre se pasa a las reuniones en las casas, a los cuartos interiores de los comercios… ¡Lo mismo que en los primeros siglos de la Iglesia! Los ya convertidos arrastran a otros, los ayudan a rezar, hacer oración, a meditar el Evangelio.

Conociendo el arzobispo ese trabajo de Alfonso entre los pobres de los barrios bajos de Nápoles, queda maravillado; pone a su disposición todos los oratorios públicos y las capillas de su diócesis. De aquí el nombre de sus reuniones: Cappelle serotine, “Capillas del atardecer”. En efecto, cada tarde, cuando la jornada del trabajo ha terminado para los hombres, (por que para las mujeres el trabajo nunca termina….) los “lazzaroni”, es decir, los jaboneros, barberos, albañiles, carpinteros, porteros y otros, se reúnen en comunidades de creyentes. De este modo se forma así grupos de unas 100 personas por capilla. El resultado es que en pleno siglo XVIII se encuentran comunidades de base análogas a las que en la actualidad son la esperanza de la Iglesia en los países de África o América Latina.

Alfonso confía la animación de las mismas a los laicos convertidos: es el apostolado del medio por el medio (un siglo después el gran Misionero San Daniel Comboni haría lo mismo “Salvar a África por medio de África). Los sacerdotes serian solo asistentes. Para entrar no hay ningún formulario que llenar, ninguna cuota, como tampoco una autorización del párroco o del obispo. Son los laicos responsables los que invitan a otros laicos en el nombre de Jesucristo, alentados por Alfonso. Sin embargo, estos laicos no se contentan con escuchar el Evangelio o explicarlo, si no que lo ponen en práctica y muy concretamente: comparten ayudas y pobrezas, visitan a los enfermos, se restaura la conciencia profesional entre los miles de sirvientes, carpinteros, obreros, artesanos; las ganancias ya no se pierden en juegos y bebidas, y el trabajo reemplaza al robo, etc. En la tarde de su vida, Alfonso se llenará de gozo al saber por un arquitecto napolitano, amigo suyo, que esta obra continúa. (habría de continuar hasta 1848). “A las capillas del atardecer, -le comunica su amigo- acude muchedumbre de gente y hay santos entre los cocheros”. “¡Cocheros santos en Nápoles!, -exclamó el santo-, ¡Gloria Patri!”. La Obra de las Capillas del Atardecer era una novedad, en cambio la obra de las misiones en las que Alfonso estaba comprometido durante su seminario, se inscribía a una larga tradición. En el siglo precedente en el ministerio de las misiones parroquiales había tomado el carácter de una institución permanente. Pero no faltaban las diferencias: en Francia, la misión tenía frecuentemente el aspecto de catecismo de adultos. En Italia como en España, tendía más a la conversión de los corazones y a la reconciliación.

En 1727, Alfonso miembro enteramente aún de las misiones apostólicas, descubre la miseria del abandono de la gente del campo. Todo acontece en el curso de una misión de la Diócesis de Campagna en los alrededores de Éboli. “Cristo se detuvo en Éboli”, decían los campesinos de Gagliano, pequeño pueblo de Lucania, dando a entender su abandono. Lo que muchos ignoran es que en esa región de Italia en el siglo XVIII fue el epicentro de una onda de choque, un terremoto de orden espiritual, la misma que sacudió a Alfonso, e igualmente a la Iglesia. En el curso de una misión en esa región, Alfonso descubre la miseria y el abandono de la gente del campo, lo que le causa la conmoción mas profunda en pleno corazón. Y esto acontece a unas cuantas horas de camino de la capital del Reino que rebosa de sacerdotes.

Cuando Alfonso regresa a Nápoles su mirada ya es otra. Lleva en sí una pregunta y una inquietud lacerantes: “¿Quien va a partir el Pan de la Palabra a estas 'almas abandonadas' desprovistas de ayuda espiritual, de socorros espirituales?”. Imposible pasar el tiempo interrogándose. A un ritmo rápido prosigue las misiones en la ciudad y en el Reino. Alfonso se entrega a ellas a fondo, pero su salud no resiste. Cae enfermo, muy enfermo. Incluso se llega a pensar en sus funerales de los que logra escapar. Sin embargo, el aviso fue terriblemente grave. ¿Resultado? El médico prescribe un largo e inmediato reposo.

Santa María dei Monti: 
Se acerca el verano de 1730. Los amigos de Alfonso lo invitan a descansar en las alturas que dominan Scala y la bahía de Amalfi. Con sus compañeros sube hasta la cima de más de 1000 metros de altura. Allí se levanta la pequeña ermita de Santa María de los Montes, sitio ideal y panorama espléndido. Pero Alfonso no tiene tiempo para admirar el paisaje: la multitud de la pobre gente de los contornos se pone en marcha hacia la capilla. “La llegada de los misioneros fue prontamente conocida”, -escribe Tannoia.- “Casi inmediatamente acudieron pastores, trabajadores y gente dispersa en el campo. La multitud sobrepasa con mucho a Alfonso que con sus compañeros se pone a catequizar a aquellos campesinos y ayudarles con toda caridad para confesarse. La noticia se extiende de unos pastores a otros. Cada vez llegan de mas lejos.” El descanso de nuestros apóstoles se vino a convertir en una misión permanente y fructuosa. Fue la ocasión de la que Dios se sirvió para que Alfonso descubriera el gran abandono espiritual que sufren tantas almas privada de los sacramentos y de la Palabra de Dios, pudriéndose abandonadas en sus campos y aldeas. Los desafortunados descubrimientos hechos en Éboli no constituían una lamentable excepción. Esa era la situación de la gente del campo: el abandono….

Fundador de una Congregación Misionera.
Noviembre de 1732. Hace dos años que Alfonso ha estado orando, consultando. Todos los consejos son convergentes. Mons. Falcoia, su amigo, no cesa de animarlo y hasta su muerte ha de ser el “direttore”, (protector y consejero espiritual del joven instituto). El superior de los Lazaristas, el Provincial de los Jesuitas, un teólogo dominico de renombre, su confesor, todos aprueban el proyecto sin reticencia alguna. Una religiosa, Sor María Celeste Crostarosa, quien con su ayuda acaba de fundar una nueva Orden de Monjas (Orden del Santísimo Redentor), lo apremia a fundar “una congregación de misioneros cuya vocación especial será partir el pan de la Palabra a la gente abandonada del campo”. La religiosa asegura haber recibido revelaciones a este propósito. Un día San Alfonso mismo hizo alusión ante uno de sus compañeros, don Manzzini: “Me ha dicho Sor María Celeste que mi deber es abandonar Nápoles y fundar aquí un Instituto religioso cuyo fin seria la evangelización de este mundo rural tan desprovisto de socorros espirituales. Es evidente que esa ayuda esta aquí menos desarrollada que en la grandes ciudades y regiones mas adelantadas. Que por tanto, esa es la voluntad de Dios. Pero ¿Cómo hacer?"... Don Manzzini: “Querido Alfonso ¡valor! ¿Quien sabe exactamente lo que Dios quiere?” Alfonso: “Pero ¿dónde están los compañeros?" "Aquí estoy yo - replicó don Manzzini - seré el primero”. Así, el 2 de noviembre de 1732, Alfonso, “seguro de la voluntad de Dios se animo y cobro valor. Haciendo a Jesucristo un sacrificio total de la ciudad de Nápoles, se ofreció a vivir el resto de sus días en medio de aquellos rediles y chozas y a morir junto a los pastores”. Y Tannoia añade solemnemente: “El año de 1732 fue fijado anticipadamente por Dios para el dichoso nacimiento de nuestra Congregación. El Papa Clemente XII ocupaba la sede en el Vaticano; Carlos Augusto VI gobernaba el imperio y este Reino de Nápoles; Alfonso de Liguori, sin que lo supieran sus parientes deja Nápoles y, subiendo a la cabalgadura de los pobres, a lomo de asno, toma el camino de Scala.

Alfonso, el joven de la nobleza, se había inclinado al mundo de los pobres; joven sacerdote, fiel al encuentro de los más pobres; deja el mundo de los ricos para vivir con los pobres, para vivir en comunidad apostólica con hombres que como el escogerán a los pobres como prioridad de su vida. El 9 de noviembre de 1732, se funda en Scala la Congregación del Santísimo Salvador, (la titularidad del Instituto tuvo que cambiar poco después al del 'Santísimo Redentor', ya que existía una Orden de clérigos regulares del mismo nombre fundados por Santa Brígida de Suecia). Cuatro sacerdotes vienen adherirse a Alfonso: ¿Cuál es su fin?: “continuar a Cristo Salvador”. Más tarde Alfonso formulará la carta de identidad del verdadero Redentorista: “El que es llamado a la Congregación del Santísimo Redentor nunca será un verdadero continuador de Jesucristo y jamás será un santo si no cumple el fin de su vocación no tiene el espíritu del Instituto, que es de salvar a las almas, y las almas mas desprovistas de socorros espirituales como es la gente del campo” (Consideración XIII. Para quien está llamado al estado religioso).

Hasta ahora son cinco. Que importa. El 15 de noviembre del mismo año, Alfonso anota en su Diario: “Hoyhago voto de jamás consentir la menor duda de mi vocación y de obedecer en todo a Falcoia". Seis meses más tarde todos le abandonan. Es Viernes Santo de 1733 cuando Alfonso, al pie de la Cruz, sabe la noticia. A Mons. Falcoia que le interroga responde con esta confidencia: “Estoy persuadido de que Dios no tiene necesidad ni de mi ni de mi obra. Creo, sin embargo, que Él me ordena proseguirla, y aunque me quede solo, me esforzaré por llevarla a cabo”. Ya nada más hay un sacerdote, Alfonso, y un solo hermano, Vito Curzio. Este hermano es recibido por Alfonso el 18 de noviembre de 1832, y es perseverante. Poco a poco otros sacerdotes se les unen. En cuanto Alfonso, continúa las misiones en las diócesis vecinas haciéndose ayudar por el clero diocesano reclutado allí mismo. “El único fin de nuestro Instituto -escribe en septiembre de 1733- es la obra de las misiones. Omitiendo esta obra o realizándola mal, el Instituto deja de vivir”.

Para Alfonso y sus compañeros las misiones son lo esencial. Podrán tardarse las Reglas y Constituciones y sufrirá esperas la aprobación oficial, pero las misiones no se detendrán. Adquirirán un nuevo estilo, pero ¿cuál? La Misión Alfonsiana se inspira en las grandes tradiciones: en la misión catequética de adultos y en la misión renovación espiritual. Esta sin embargo tiene su carácter propio. Ante todo, Alfonso no se contenta con evangelizar los poblados grandes; va más lejos, hasta la choza más dispersa. No se limita a predicar acerca de la muerte, el cielo o el infierno; por el contrario, añade un sermón grande sobre la oración y otro sobre la Virgen María. Para el fin de la misión reserva el sermón de la Pasión de Cristo y de su amor por nosotros. Emplea entonces su cuadro de “Cristo en la Cruz” para dar aún más vigor a este sermón de la ultima semana destinada a conducir a los fieles a la conversión. No maneja el temor, si no que convierte con el corazón. “El fin principal del predicador de misión, - escribe -, debe ser en cada sermón dejar a sus oyentes inflamados en santo amor”.


Escudo Redentorista
Cuando Alfonso dibuja el escudo de armas de su joven Congregación, el lema que escoge son las palabras del salmo 130: “COPIOSA APUD EUM REDEMPTIO" (CON ÉL SOBREABUNDA LA REDENCION). Afirmación revolucionaria en una época en la que tantos predicadores hablaban del “pequeño numero de los elegidos”. Alfonso, por el contrario, ha reunido a un grupo de misioneros cuya misión es predicar la Misericordia de Dios. “Así como el laxismo de los confesores es la ruinas de las almas, el rigor hace también mucho mal, yo condeno también ciertos rigores que no tiene una razón de ser, que destruyen en lugar de construir. Con los pecadores es necesaria la caridad y la dulzura. Es lo que ha hecho Jesucristo, y si nosotros queremos conducir las almas a Dios y salvarlas, no es a Jansenio a quien debemos imitar sino a Jesucristo que es el jefe de los misioneros" escribió Alfonso.

Jansenio, catedrático de Lovaina y luego obispo de Ipres, escribió poco antes de morir una obra en la cual decía que la gracia de Dios obra de modo irresistible y que aquel que la recibe se salva infaliblemente; pero que Dios la da a muy pocos y por consiguiente no quiere que todos los hombres se salven. En consecuencia, el hombre no puede acercase a recibir los Santos Sacramentos si no con gran temor y después de una gran preparación extremadamente penosa y laboriosa. 

Artículo siguiente.


Tacho de Santa María. 



A 1 de agosto además se celebra a



Bibliografía: -Taller de Profundización: Espiritualidad Misionera Redentorista. Cap. 13. Julio de 2000. San Luis Potosí, S.L.P. México. -Espiritualidad Redentorista, Vol. 3. Jean Marie Sègalen. Roma, Italia 1994.
-Monseñor Daniel Comboni. Apóstol del África Central. P. Flaviano Amatulli. Ediciones Combonianas 2da edición. Diciembre de 1980. México D.F.
-Compendio de Historia Sagrada. Editorial Progreso. 2da. Reimpresión. 2006. México, D.F.

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