lunes, 2 de abril de 2018

De una gran penitente y una gran leyenda.

Santa María la Egipcíaca, penitente. 1, 2, 3, 4, 6, 9, y 15 de abril.

Hacia el año 270, en tiempos del emperador Claudio, María, conocida popularmente con el nombre de "la pecadora", se retiró al desierto en el que vivió cuarenta y siete años entregada a muy duras penitencias. En cierta ocasión el abad San Zósimo (4, 9 y 30 de abril), paso al otro lado del Jordán y recorrió una gran zona desértica para ver si en la región que quedaba a la otra orilla del río moraba algún anacoreta. Un día vio desde lejos un bulto que caminaba. Cuando estuvo un poco más cerca advirtió que se trataba de una persona totalmente ennegrecida por el calor del sol. Era María Egipcíaca, quien, en cuanto se dio cuenta de la presencia, aunque lejana, del abad, emprendió veloz carrera huyendo de él. Pero el abad corrió todavía más, y cuando estaba ya cerca, María, vuelta de espaldas le gritó: "¡Abad Zósimo! ¿Por qué me persigues? ¡Detente! No puedo dejarme ver de ti, compréndelo; soy una mujer y estoy completamente desnuda. Arrójame con fuerza tu manto desde donde estás para que pueda cubrirme con él, y después, con mi pudor a salvo hablaré contigo".

Zósimo quedó estupefacto al enterarse de que aquella mujer conocía su nombre. Luego le arrojo el manto para que se tapara, en cuanto vio que la mujer se había cubierto con aquella prenda, corrió hacia ella, se postró a sus pies y le pidió su bendición. "¿Que dices padre?" -replicó María -"Tú, como sacerdote debes bendecirme a mí" Zósimo iba de sorpresa en sorpresa, aquella desconocida no solo sabía cómo se llamaba, sino que también estaba enterada de que era sacerdote. Con esto, aún más impresionado, insistió en que la bendijera. María, entonces exclamó: "¡Bendito sea Dios, redentor de nuestras almas!"

Luego, extendiendo sus manos comenzó a orar, y mientras oraba fue levantándose en el aire hasta quedar suspendida a una altura de un codo sobre la tierra. El anciano, a la vista de este fenómeno pensó interiormente si no estaría en presencia de un demonio disfrazado de mujer, que trataba de engañarle y simulaba orar para mejor conseguirlo. Mas he aquí que una nueva sorpresa vino a añadirse a las anteriores, porque inmediatamente la desconocida dijo: - "Que Dios te perdone tu mal pensamiento de haberme tomado por un espíritu inmundo. No soy un demonio, aunque si una mujer muy pecadora". Zósimo, en nombre del Señor, le rogó que se identificara y le dijera quien era. Ella le respondió: "Padre, no sé si debo declararte quien soy; temo que si lo hago eches a correr espantado, como quien huye de una serpiente. Temo que mis palabras mancillen tus oídos, y hasta que el aire quede contaminado si me atrevo a contarte mi vida." No obstante Zósimo insistió en que quería saber quién era, por lo cual ella accedió y refirió al abad lo siguiente:

"Yo, hermano, nací en Egipto. A los doce años fui llevada a Alejandría, y a los diecisiete me dediqué a la prostitución de mi cuerpo; en este oficio permanecí mucho tiempo. En cierta ocasión, al enterarme de que desde el puerto de Alejandría iba a salir un barco cargado de peregrinos que se dirigían a Jerusalén para adorar la Santa Cruz, rogué a los marineros que me permitieran embarcarme en su navío. ‘¿Tienes dinero, me preguntaron, para pagar el pasaje?’ Yo les respondí: ‘No tengo dinero, pero puedo pagar con mi cuerpo’. Ellos aceptaron, me dejaron embarcar, y durante la travesía usaron y abusaron de mi cuanto quisieron. Al llegar a Jerusalén, quise también adorar la Santa Cruz, y me dirigí a la iglesia, pero al acercarme a la puerta del templo me sentí rechazada por una fuerza invisible, que no me dejaba pasar. Cuantas veces intenté penetrar en el sagrado recinto, y fueron muchas otras tantas me lo impidió una mano misteriosa. Al observar que todos los demás entraban libremente, y que solamente a mí se me vedaba el paso. Traté interiormente de indagar cuales podrían ser las causas de tan extraño fenómeno, hasta que caí en la cuenta de que no podían ser otras que las de la enormidad de mis pecados. Entonces empecé a darme golpes de pecho y a derramar amarguísimas lágrimas y a prorrumpir en profundos suspiros.

En esto vi que sobre la portada había una imagen de la Bienaventurada Virgen María, en la que hasta entonces no había reparado, y mirándola tiernamente le rogué con copioso llanto que me alcanzase de Dios la gracia de que se me perdonasen mis culpas y de que pudiese pasar al interior del templo para venerar la Santa Cruz, prometiéndole a Cristo y a Nuestra Señora que en cuanto saliera de aquella iglesia abandonaría el mundo y viviría en absoluta castidad hasta el final de mis días. Una vez hecha esta oración y promesa quedé tranquila y firmemente convencida de que la Bienaventurada Virgen María me alcanzaría lo que le había pedido, y sin dudarlo me acerque al dintel del templo, lo traspasé y entre en el santo lugar sin que nadie ni nada me lo impidieran; adoré devotamente a la Santa Cruz, y cuando termine de hacerlo, alguien, no sé quién, me dio tres monedas de plata y a continuación oí una voz que me decía: ‘Si pasas el Jordán, quedarás a salvo’.

Con las tres monedas compré tres panes, y con ellos en mis manos cruce el Jordán, me vine a este desierto, me refugié en él, y en el llevo viviendo ya cuarenta y siete años, durante los cuales no he visto a persona alguna, hasta ahora que te he visto a ti. Los tres panes que traje conmigo, conmigo siguen después de cuarenta y siete años, sin merma alguna, cual si fuesen piedras, a pesar de que en todo este tiempo de ellos he comido cuanto he precisado. Mis ropas fueron deshilachándose poco a poco hasta que perecieron totalmente. Durante los primeros diecisiete años que pasé en esta soledad tuve a menudo tentaciones carnales; pero con la gracia de Dios logré superarlas y desaparecieron por completo. Bueno, hermano, ya te he comentado mi historia; ahora que la conoces encomiéndame en tus oraciones al Señor, te lo ruego".

Acabada la narración, el santo abad se arrodilló y bendijo al Señor por la misericordia que había tenido de aquella su venerable sierva. Después la penitente dijo a Zósimo: "Voy a pedirte un favor. El año que viene acude el día de Jueves Santo a la orilla del Jordán y trae contigo el Cuerpo del Señor. Yo te buscaré por allí, para que me des la comunión, porque desde que vine a este desierto no he comulgado nunca". El anciano abad regreso a su monasterio, y al año siguiente, la víspera del Jueves Santo, se trasladó a la orilla del Jordán llevando consigo el cuerpo del Señor, y al llegar a la vera del río vio como ya estaba aguardando en la otra ribera la penitente, quien en cuanto lo divisó trazó la señal de la Cruz sobre la corriente y comenzó a caminar sobre las aguas; de ese modo llegó a la orilla opuesta y exactamente al mismo sitio en que Zósimo se encontraba. El venerable anciano, maravillado, en un impulso de devoción se hincó de rodillas ante la recién llegada, pero esta al instante le dijo: - "¡No hagas eso! ¡No hagas eso! ¡Levántate! ¡Eres un sacerdote, y además traes contigo el cuerpo del Señor!"

Terminada la entrevista, la penitente antes de separarse del abad, rogó a este que el año próximo, el día de Jueves Santo volviera a visitarla al mismo lugar en que se vieron por primera vez; luego trazó la señal de la Cruz sobre el río, se internó en él, lo cruzó de nuevo del mismo modo que lo hiciera al venir, es decir, caminando sobre las aguas, llegó a tierra, y continuó avanzando hacia el desierto. Zósimo por su parte, regresó a su monasterio.

Al año siguiente el abad acudió al sitio que la sierva de Dios le había indicado, y al llegar a él quedó sorprendido; en el lugar preciso en que casualmente la había visto por vez primera yacía ahora, tendido en tierra, el cuerpo muerto de la santa mujer. Mucho lloró Zósimo sobre aquellos venerables restos. Luego pasó por momentos de perplejidad. Por una parte parecíale que debería enterrarlos, por otra, no se atrevía a hacerlo, para darle sepultura era menester tocarlos, y esto -pensaba él con reverente temor- tal vez no fuese del agrado de la santa. Cuando estaba entregado a estas cavilaciones vio, de pronto, junto a la cabeza del cadáver, una inscripción hecha sobre la arena que decía: "Zósimo, entierra el cuerpo desmedrado de María que por orden del Señor dejó esta vida el dos de abril. Torna este polvo a la tierra y ruega por mí". Haciendo cálculos el abad cayó en la cuenta de que la penitente había fallecido el año anterior precisamente el día de Jueves Santo, o sea, en la misma fecha que el administrara la santa Comunión; por tanto, aquella piadosa mujer, en cosa de una hora, milagrosamente había cubierto la distancia existente entre la ribera del Jordán y el sitio en que su cuerpo se encontraba, distancia que él había tardado en salvar treinta días en cada una de las dos ocasiones en que había recorrido aquel trayecto.

Su asombro fue en aumento, porque al reflexionar acerca del modo de ejecutar la orden que se le daba en la mencionada inscripción, y hallar serias dificultades para excavar la sepultura, observó cómo llegaba hasta el un león caminando mansamente. Entonces, dirigiéndose a la fiera le dijo: "Escucha león. Esta santa mujer antes de morir dejó escrito que yo diese sepultura a su cuerpo; pero no veo la manera de hacerlo, porque además de que soy viejo y carezco de fuerzas, no tengo herramientas ni puedo hacerme con ellas en este desierto. Lo mejor será que tú, con tus garras, hagas un hoyo en el suelo para que pueda cumplir su deseo". Seguidamente el león comenzó a excavar en la arena e hizo en tierra un hoyo suficientemente hondo y amplio para depositar en él los venerables restos, y una vez sepultados se alejó de aquel lugar tan mansamente como había venido, cual si fuese un cordero. Zósimo también glorificando a Dios, retornó a su monasterio.

Y hasta aquí la leyenda de la Egipcíaca. Hay que decir que la mayoría de los anteriores detalles, los recoge el Beato Santiago La Vorágine (13 de agosto) de una composición poética del siglo XIII, porque la narración original es mucho más escueta, solo llama María a la penitente, sin decir nada de sus pecados, conversión, y milagros. Ciertamente existió esta penitente, de la cual constan vestigios de culto en el siglo V, apenas unos 100 años después de su muerte. Junto a Santa María Magdalena (22 de julio, 20 de marzo, traslación de las reliquias; tercer domingo de Pascua, o de las Miróforas.), Santa Thais (24 de septiembre) y Santa Pelagia (8 de octubre), forma parte de los grandes ejemplos de penitencia y conversión ofrecidos por la predicación medieval.


Fuente:
-https://preguntasantoral.blogia.com


A 2 de abril además se celebra a
Santa Ebba de Coldingham, "la joven", abadesa mártir.
Santa Musa de Roma, virgen.
San Francisco de Paula, fundador.

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